por Naxhelli Ruiz,

socióloga experta en gestión del riesgo e integrante del Consejo de Ruta Cívica

Cuando se producen desastres en espacios altamente politizados y visibles, como es el caso de la Ciudad de México, se abre una ventana para ver las entrañas de la ciudad, de una forma que no se ve en tiempos de normalidad.

Por eso, a cinco años de distancia del sismo del 19 de septiembre de 2017, vale la pena hablar de las lecciones aprendidas y de cuál ha sido el proceso de lucha para que estas lecciones puedan ser conocidas, sistematizadas y discutidas públicamente.

El tema de la información disponible a partir del cual se puede evaluar el avance y recuperación ante el desastre ha sido, en sí mismo, controversial.

Gracias a que se evidenció constantemente la falta de información pública y la necesidad de organizar el sistema de información para la reconstrucción de manera clara y accesible para las y los damnificados, y para la ciudadanía en general, se tiene ahora un portal con una parte de la información pública que requerimos para visibilizar el problema; por ejemplo, que a 5 años del sismo aún falta en promedio un 40% de las viviendas de entregar. Cabe señalar que el portal aún padece de muchas lagunas, sobre todo en materia del gasto público.

En el modelo de reconstrucción que tenemos ahora, nos falta entender algo fundamental: la reconstrucción es parte de algo más grande, la recuperación.

Nuestros daños materiales son una parte importante de nuestras pérdidas, pero no es ni cercanamente lo único que debemos atender cuando sufrimos un desastre.

Por eso, cuando organizamos toda la respuesta al desastre en torno a acero y concreto, necesariamente estamos dejando de atender una parte importante de lo que le pasa a las personas.

Nuestro primer error, tanto en la CDMX como en las intervenciones en otras partes del país, ha sido armar la respuesta en torno a la propiedad de viviendas dañadas, y no a una línea base confiable de personas afectadas y de sus necesidades, especialmente cuando las afectadas son mujeres, niños y niñas, adultos mayores y otros grupos que viven con desventajas estructurales.

Si consideramos el promedio de ocupantes por vivienda en la Ciudad de México, el número de personas potencialmente afectadas que habitaban en alguna de las cerca de 22 mil viviendas dañadas a las que se les reconocieron derechos, asciende a casi 74 mil personas. Esta cifra no contempla la población afectada que no era propietaria o no pudo acreditar la propiedad.

Sin embargo, no tenemos ni siquiera una cifra oficial aproximada de cuántas personas damnificadas hay en la ciudad; sólo construcciones dañadas.

Esto ha limitado la capacidad de evaluar la atención integral a los efectos negativos y a largo plazo del desastre. Por esta razón, consideramos que en la Ciudad de México lo que se ha dado es un retorno a la normalidad, pero no una recuperación.

Por supuesto, la reconstrucción a la vivienda, la infraestructura y el patrimonio cultural es importante y prioritaria. Sin embargo, reducir la atención del desastre a la reconstrucción y olvidar sus impactos sociales, económicos y a la salud, genera otro conjunto de problemas igual o más serios que el impacto inicial asociado al sismo.

Las limitaciones que se dan para atender las consecuencias de los desastres a mediano y largo plazo son algo bien conocido por los especialistas, muchos de los cuales lo denominan el ‘segundo desastre’

El segundo desastre se refiere a las formas reiteradas de victimización y de agravamiento de la pérdida sobre personas que, tras el primer impacto, sufren violaciones a sus derechos humanos, o se ven inmersos en contextos sociales conflictivos, o viven procesos como el empobrecimiento, el desplazamiento o la pérdida de la salud que ahondan aún más su trauma individual y colectivo.

La falta de atención a la salud mental

El segundo desastre tiene muchas facetas. Para el caso del sismo de 2017 en la Ciudad de México, una de ellas -quizá la más conocida-, ha sido la lenta definición y difícil seguimiento caso por caso del proceso administrativo de la reconstrucción, que se tradujo en una relación tensa y, a momentos, conflictiva, entre personas damnificadas -tanto las no organizadas, como las organizadas en torno a movimientos sociales-, y las diversas instancias del Gobierno de la Ciudad de México, especialmente la Comisión de Reconstrucción.

Las dificultades en comunicación, definición de procesos y certeza en los acuerdos tomados incidieron significativamente en el tiempo que se necesitaron para siquiera entender lo que se necesitaba para obtener ayuda, en el marco de un proceso profundamente burocratizado. Y para generar y cumplir todas las condiciones y requisitos administrativos para ser reconocidos y entrar en estos procesos (las certificaciones de estatus jurídico de propiedad, dictámenes de seguridad estructural, los proyectos ejecutivos de construcción o contratos, entre otros); muchos de estos temas eran completamente desconocidos para el ciudadano común.

El hecho de que nuestro modelo estuviera pensado para “imitar” el trabajo a la de un constructor, y no para atender la situación de una persona damnificada, hizo que intervenir cualquier vivienda fuera gran inversión de tiempo y tuviera una notoria dificultad del modelo de reconstrucción.

Esto tuvo un gran impacto en las rutinas, horarios, capacidades y recursos cotidianos disponibles para las personas afectadas para atender su recuperación a lo largo de estos años.

Esto hizo que las personas tuvieran que renunciar a sus trabajos para ir a docenas de reuniones, moverse a través de sus redes de conocidos para conseguir expertos, iniciar procesos judiciales, o desplazarse a otros lugares o con amigos y familiares, y que perdiera mucho más que su casa: su vida, su tiempo, su tranquilidad, su barrio.

El modelo de reconstrucción también desgastó a los servidores públicos y generó procesos largos, ineficientes, discrecionales y llenos de faltas a los procedimientos administrativos establecidos.

Las personas damnificadas que han tenido contacto con la Comisión de Reconstrucción han atestiguado en docenas de reuniones los problemas de seguimiento de minutas, las solicitudes para no intervenir, no quejarse y no cuestionar cómo se hacen los proyectos. Este es, quizá, el tema más recurrente en los testimonios de los damnificados de casi todos los perfiles sociales.

Sin embargo, hay otras facetas del segundo desastre, que son aún más acuciantes, por el desconocimiento y la carencia de información en torno a ellas.

Una de estas facetas está en las consecuencias de la falta de atención psicológica y de salud física y mental a las personas damnificadas.

La narración de las experiencias de muchas personas afectadas hace referencia a impactos en su salud, de los cuales no hay registro ni investigación alguna. Las historias de las personas damnificadas sobre su trayectoria en los años posteriores al sismo mencionan de manera frecuente la ocurrencia de infartos y otros padecimientos cardiovasculares, cánceres y depresión, así como otros síntomas asociados al estrés, como insomnio y dolores frecuentes de cabeza.

Estos aspectos del segundo desastre responden a visiones limitadas de cómo enfrentar la recuperación. Esto pasa por diferentes razones.

Una de estas razones está en que políticas públicas de atención a desastres de México, en lugar de desarrollarse en torno a las personas, promueve políticas públicas nada más para la reconstrucción de infraestructura y vivienda.

En su momento, los instrumentos financieros, los dineros de la reconstrucción, han sido diseñados para reducir los costos políticos de los desastres.

Aún después de la desaparición del FONDEN, las nuevas reglas de operación no cambian el enfoque general, solamente la forma en la que se administran los recursos.

Sus objetivos han sido, ante todo, calcular costos catastróficos y canalizar el dinero a obras materiales; no tenemos mecanismos para el seguimiento de la recuperación en aspectos como la salud mental, a los impactos en el empleo y las actividades económicas, la memoria o el fortalecimiento de la comunidad. Esto es porque todas las intervenciones giran en torno a las construcciones, no sobre las personas.

La dinámica del mercado inmobiliario

Otra de las razones importantes para entender por qué se da un segundo desastre tras el sismo de 2017, es la dinámica del mercado inmobiliario y de suelo urbano en el momento en el que ocurrió en sismo y en el que se tuvieron que atender sus secuelas.

Aunque los daños se distribuyeron a todo lo largo y ancho de la ciudad, fue notorio que en la primera etapa de intervención para la reconstrucción sólo se buscó atender las viviendas de las zonas mejor valoradas, a través de instrumentos urbanísticos como los derechos adicionales de edificabilidad, a los cuales se les denominó popularmente ‘redensificación’.

Si bien se justificó el uso de estos instrumentos para financiar la reconstrucción de vivienda en las zonas menos favorecidas, la lectura de muchas y muchos ciudadanos, incluyendo las personas damnificadas, fue la de que el abusivo y poderoso mercado inmobiliario estaba aprovechando el contexto de desastre para generar ganancias inmorales, agravadas por el desvío de los recursos obtenidos vía donaciones. Y que la reconstrucción se volvió un mecanismo más, junto con la gentrificación, el despojo y el desplazamiento, para apropiarse de espacios deseables en la ciudad para generar mayores ganancias.

Esto fue un punto particularmente problemático debido a que algunas de las empresas propuestas para los trabajos de ingeniería y las obras de reconstrucción estuvieron involucrados en casos notorios de construcciones nuevas colapsadas o dañadas al punto de ser inhabitables, algunas de las cuales, cinco años después, aún no han sido completadas en su reparación y siguen con procesos judiciales abiertos.

Y aunque ha habido algunos avances en entender el papel de la especulación inmobiliaria en el desastre y en la reconstrucción, tenemos aún muchos frentes abiertos.

Uno de estos frentes radica en la necesidad de reformar y transparentar los procesos administrativos en materia de construcción.

El boom inmobiliario de los últimos años en la ciudad, caracterizado por la construcción vertical con muy poco control del uso de suelo, ha generado un gran desajuste entre los niveles permitidos y los construidos, con ganancia ilícitas millonarias por parte de las empresas inmobiliarias.

Estas ganancias vienen, por ejemplo, de la diferencia entre los proyectos estructurales aprobados, con cierto número de niveles, y los niveles efectivamente construidos, que son más. El impacto de este desajuste, en el que los pisos adicionales en construcciones que fueron calculadas para otras dimensiones, es algo que desafortunadamente veremos en los siguientes sismos.

Esto nos lleva a hablar de los grandes problemas que tiene nuestro ausente sistema de seguimiento administrativo y rendición de cuentas en cuanto al suelo y la construcción. Es especialmente grave la deficiencia en la coordinación entre las instituciones encargadas de vigilar o certificar la seguridad estructural y el cumplimiento de las normas urbanísticas en materia de construcción.

Es absolutamente inadmisible que, en nuestra ciudad, cada una de estas autoridades respondan a este problema con la conocida frase “no está dentro de mis atribuciones”. Se requiere voluntad política y legislativa para entender que esta falta de control en las edificaciones nos está llevando a un callejón sin salida; y para ajustar, transparentar y simplificar el seguimiento de oficio de denuncias ciudadanas en materia de violaciones al uso de suelo y al cumplimiento del reglamento de construcciones.

Esto también implica una revisión profunda del papel de los auxiliares de la administración pública, quienes no son “chivos expiatorios”, que la posición común desde su visión profesional respecto a su papel en las irregularidades constructivas; por el contrario, son corresponsables del destino del patrimonio y la seguridad de cientos de miles de personas. Esto es porque los mecanismos para contener y castigar la corrupción dentro del sector de la construcción son débiles y limitados desde el punto de vista técnico.

Sin combate a la corrupción inmobiliaria

Finalmente, cabe señalar cuán negativo es que la ciudad carezca de una visión sistémica en el combate a la corrupción en materia de construcciones y de responsabilidades civiles. Esto pone el campo de cultivo perfecto para que las constructoras no estén en absoluto preocupada por las consecuencias de posibles malas prácticas constructivas, el abuso de niveles adicionales, o los cambios a los proyectos estructurales aprobados respecto a lo que construyen.

Aunque la Fiscalía de la CDMX ha imputado o vinculado a proceso a servidores públicos y a algunas constructoras, los juicios que se les siguen son a través de formulaciones de delitos puntuales e individuales. No existe una visión para castigar de manera sistémica y disuasiva las asociaciones delictuosas entre personas y organizaciones por lucrar indebidamente con el suelo urbano y las construcciones.

Esta ausencia pesa en nuestro sistema judicial, en el que lo más que suele obtenerse son sentencias de inhabilitación, o pequeñas por daños o fraude a constructoras que son muy tardadas, y difíciles o imposibles de ejecutar.

Todo eso, además, implica pelear contra la opacidad, en donde tenemos otro gran frente abierto.

Por ejemplo, fue hasta inicios de 2022 cuando se integró la función de consulta de dictámenes estructurales en el portal de reconstrucción.

El acceso a las actas de admisión, revisión y sanción de auxiliares de la administración pública por parte de la Comisión de Admisión de Directores Responsables de Obra y Corresponsables (CADROC) se ha restringido por el Instituto para la Seguridad de las Construcciones. Toda esta dinámica de opacidad tiene algo en común: evitar que información técnica e indicadores relacionados al riesgo limiten o afecten la dinámica especulativa sobre el suelo de la ciudad, que es posible gracias a la captura del Estado, para a neutralizar las restricciones jurídicas y administrativas que el reconocimiento del riesgo puede imponer sobre este mercado.

Si no enfrentamos esta opacidad y especulación y la vemos desde una visión del riesgo de desastre, las dinámicas de corrupción y de capitalismo de desastres, los cambios legislativos y en materia de política pública que deberían haberse desprendido del desastre sísmico nunca llegarán.

Esa será nuestra mayor lección en el mediano y largo plazo.

Alzar la voz es indispensable para darle nuevos caminos a esta nuestra Ciudad de México y no condenarla a repetir una y otra vez los mismos errores.

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